martes, febrero 28, 2006

-Crónicas del colectivo.

-Antes que nada, creo que debo aclarar que, si bien nunca me importó lo que la gente pensara de mí, luego del gran dolor que confesó sentir mi madre al leer el manuscrito de mi primer libro -que me robó, ya que nunca lo había mostrado-, estuve meditando largo tiempo acerca del hecho de que algunos de mis textos podían herir bastantes susceptibilidades. Pues bien: aquel que me conoce un poco, sabe que soy, básicamente, observador. Entonces, no relato siempre mis vivencias, sino, por lo general, cosas que veo, cosas que me cuentan, cosas "que van a pasar", dicen en "homenaje a los locos del Borda", del disco "Bersuit Vergarabat y punto...", de Bersuit Vergarabat. Y ya no cabe otra responsabilidad que la de poner en papel lo que captan mis cinco o seis sentidos. Que conozco ladrones, adictos, asesinos, y que he visto fantasmas, puede o no ser cierto, hay algunos que saben "la verdad a diario". Si olvidé decir algo, lo diré cualquier día, o bien hablará el tiempo, virtud de Dios, que es quien todo lo sabe...

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-Ascendí al ómnibus. Con un movimiento rápido, casi automático -quizá impulsado por una subconsciente certeza de los efectos de la inercia- mi mano izquierda sujetó el sudoroso respaldo raído de una butaca. Debió haber dos mil personas a bordo: gordos, flacos, altos, bajos, gordas, flacas, altas, bajas, indefinidos e indefinidas, gente de todos los colores y quién sabe qué variantes más. Y el conductor gritando, a lo Gasalla, que vayan para atrás. Aunque ya no cabía más un alma, mi sentido del deber cívico y moral me dictaba obedecer, como buen pasajero, en vez de insultar al chofer malparido.Lentamente me fuí deslizando, entre el montón de cuerpos, hasta llegar al fondo. Una experiencia un tanto temeraria: pieles de textura suave o ajada como cuero maltratado rozaron mi pálida epidermis; percibí, soporté, más bien, aromas delicados y olores agresivos, y otras cuántas cosas, todo por mi objetivo de pararme bien frente a la puerta de salida o descenso. Allí podría sonreír amablemente a todos los que iban bajando. Sobre todo -y más que nada- a las mujeres bellas. Pero lo que pensaba traería, en consecuencia, algo que estaba fuera de mis planes: la chica más bonita del mundo viajaba a mi lado. Palabras más, palabras más, palabras menos, hoy soy el pasajero de una pesadilla.

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-Esperanza.
Viajo en la última fila de asientos del autobús. Sentado junto a la escalera, veo cómo las personas, al descender, van dejando sus huellas en la capa de polvo que recubre el grueso vidrio de la puerta. Quisiera saber cuántos lavan sus manos al llegar a casa, cuántos no van a su casa, cuántos no tienen siquiera casa -mucho menos hogar- donde ir. Comer por la calle cosas de dudosa procedencia, con las manos llenas de trabajo, holgazanería, ocio, paseo por la ciudad...
Han subido chicas lindas, que alimantan mi esperanza de pobre, aunque tengo miedo de descubrir que ninguna es para mí, quizás todas esperan hallar al hombre que las salve para siempre de viajar en colectivo...

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Como cada vez que puedo, voy en la última butaca, bien detrás de la escalera, para ver a los que bajan, y para que me vean todos. Una gorda doble de ancho, impulsada por la inercia, sólo puede detenerse al llegar al fondo, y justo toma asiento al lado mío. Su perfume es tan barato como mis dos zapatillas, y siento que me desmayo. Tomo aire, mucho aire y lo retengo hasta ese punto en que uno siente que se pune azul, y entonces es cuando, a través del vidrio, veo a esa infartante típica morocha argentina, expulso el aire, giro la cabeza un poco, y le dugo a la gorda que, si fuera o fuese como esa, yo la miraría en serio, de otro modo.

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Recuerdo lo que hicimos por la noche,  mientras voy recobrando el sentido de a poco, lentamente, tan lento como puedo y a prisa porque quiero despertarla cubriéndola de besos, si es que eso que se llama buena suerte me acompaña, y no llego muy tarde, porque viajo en colectivo, de mi casa a la de ella. Es tan bella que, pese a mi resaca, y un calor del infierno, como una vaca sube a un camión jaula, subo y busco un asiento. No hay, me quedo parado, no me importa, si voy a comer torta cuando llegue, despliegue mis palabras encima de la mesa y, como de sorpresa, le recite un poema a su boca, a su pelo, a su piel de porcelana, y su querida hermana, que ha cumplido veinte, me invite con las sobras de la fiesta. Pediré una cerveza, el hígado lo pide: es el justo remedio para aliviar los males o causarlos, o como el mundo lo prefiera, en fin, digo, es correcto, para las consecuencias que una noche de exceso de alcohol deja en el cuerpo, una dosis pequeña durante la mañana, o tarde, o por la noche o a la hora que sea después de un breve o largo sueño, es algo bueno, y tiene una respuesta fisiológica, creo, lógica. Creo. No creo que ahora venga al caso explicarlo, porque el bondi está lleno y sobran las palabras, y aunque me queda un rato todavía de olores y pavores de un grupo, un conjunto de gente que me roza, me empuja, me aprieta, me estruja, me mira de reojo, me prejuzga y yo a ellos quizá, son muchos ojos que acusan a una cosa indeseable, o al menos es lo que pienso, siento en mi loca cabeza, no quiero imaginarlo más, llevo la mente a ella, a su cuerpo a mi lado, a lo que su presencia me hace vivir, no puedo describirlo, ha pasado la eternidad, y el viaje.
Me bajo en la otra cuadra.




ción